«A. — Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón). — Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). — Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.»
Z (burlón). — Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). — Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.»
Jorge Luis Borges, Diálogo sobre un diálogo
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